Thomas Edward Shaw & Anita Klemke. Black Monk Time. Carson Street Publishing, Nevada. 1994. 398 pp. por Norberto Cambiasso.
La historia de los Monks es fascinante. Cinco GIs norteamericanos perdidos en una Alemania de la guerra fría tan irreal que parece salida de un film de Carol Reed. Su tiempo les fue esquivo. El nuestro los ha tratado con cierta cortesía. La década inquieta que albergó sus desventuras los redujo al olvido. Como si hubiesen llegado demasiado tarde para subirse al tren de la época. Tuvieron que pasar treinta años para que el mundo, con el privilegio de la mirada retrospectiva, descubriera la ecuación
inversa: habían llegado demasiado pronto.
El libro que nos ocupa fue instrumental en ese descubrimiento. Eddie Shaw fue el bajista de la banda. Casi tres décadas después, junto a su esposa alemana Anita (que aquí aparece ficcionalizada como Angelika) emprendió la tarea de contar la historia. Una manera de ajustar cuentas con el pasado. Pero también, un modo de reconciliarse con un país, el suyo, que había cambiado hasta lo irreconocible durante su larga ausencia.
El entorno es el de la invasión y desembarco del beat británico en tierras germanas. La prehistoria del rock antes de que accediera a esa mayoría de edad que los Beatles supieron otorgarle. Desfilan por el texto los cortos días y las noches interminables en la vida de un músico atrapado por el negocio del beat. Los clubes repletos, las peleas entre soldados, los alojamiento insalubres, el trabajo a destajo, tocando entre seis y diez horas por día seis veces por semana, el amor frágil y efímero de las groupies y la sorpresa ingenua de los teenagers. Y por supuesto, el mito de Hamburgo, con sus noches de juego y prostitución a lo largo del Reeperbahn, en un barrio de St. Pauli desbordante de clubes de striptease y bandas de rock, cuya música frenética constituyó el soundtrack adecuado a su población de marineros, soldados, borrachos y losers en general. Una zona liberada en el medio de la Alemania ocupada.
Los Monks surgieron del encuentro entre cuatro miembros del ejército, instalados en una base militar americana en Gelnhausen, cerca de la frontera con el Este. Dado que los comunistas, contra la opinión del Estado Mayor, se resistían a invadir el Oeste, violar mujeres y contaminar la Alemania consumista de Adenauer con peligrosas ideologías colectivistas, nada mejor que un grupo de rock para matar el tiempo hasta que las hordas de Stalin se decidieran. Gary Burger en guitarra y voz, Dave Day en banjo eléctrico, Larry Clark en teclados, Eddie y un baterista alemán conocido simplemente como Hans sembraron la semilla de lo que sería el grupo bajo el nombre de The Torquays. La batería cambiaría de manos hasta llegar a las definitivas de Roger Johnston.
En una decisión plagada de consecuencias, acordaron establecerse en el país teutón cuando el ejército prescindió de sus servicios, convencidos de que allí hallarían fama y dinero.
Cuando son adoptados por dos managers alemanes –Wolfgang y Karl- inicia su conversión en The Monks. Sotanas negras, una pequeña soga al cuello anudada a modo de corbata y la cabeza afeitada en el centro, a la manera de la tonsura de unos monjes auténticos, constituyeron su nueva y radical imagen.
Que fueran una banda diferente entre la indistinción de un beat cosmopolita pero de inéquivoca ascendencia inglesa no se debió meramente a esta clase de excentricidades. Su sonido era algo único. Crudo, sucio, con una guitarra aullante de feedbak en un tiempo en que semejante artilugio era casi desconocido. Un bajo monocorde, un banjo usado como instrumento meramente rítmico y el monótono golpear de la batería, sobre la que se construía la música del grupo. Los teclados, en manos de un fanático de Booker T. and the MGs, aportaban dosis convulsivas de una melodía siempre huidiza. Sus managers estaban convencidos de que eran los anti-Beatles, convicción que se contagió al grupo. Se especializaban en lo que dieron en llamar Uberbeat u Overbeat, según la lengua: un rock en estado primal, la voluntad de reconstruir la civilización desde cero. Algo que engarzaba a la perfección con el entorno de una nación alemana divida, aún incierta de su futuro e incapaz de cerrar las heridas del pasado. Pero que los condenaría al fracaso ante la lisérgica evolución de los acontecimientos y la incomprensión absoluta de su país originario, poco interesado en escuchar canciones que contenían sintéticas diatribas contra una guerra, la de Vietnam, que amenazaba con devorarse a sus hijos más dilectos.
La desilusión ante la negativa de Polydor a editar su único disco (Black Monk Time, 1966) en EEUU y la disparatada idea de emprender una gira por el sudeste asiático que incluyera Vietnam sellaron la suerte del grupo. Su baterista abandonó el barco unos días antes de partir hacia la guerra y regresó a los States.
Hay en el libro anécdotas extraordinarias, narradas con una soltura admirable. La cena a la que los invitan unos intelectuales germanos, ansiosos de desentrañar el sentido de sus letras y convertirlos en abanderados de la protesta contra la guerra es una de las más memorables, por los equívocos que se generan en el intento de comunicar esos dos mundos tan diferentes. La vida que lleva Dave, refugiado en el bosque germano y viviendo de limosnas después de la separación del grupo es conmovedora. El descubrimiento casual del feedback el día que Gary olvida desenchufar su guitarra colmará las ansias de los interesados en cuestiones sonoras. Y el encuentro con Jimi Hendrix marcará la dolorosa conciencia de que la estrella ascendente del guitarrista es directamente proporcional a la decadencia de los Monks. Una ráfaga de viento fresco que arrastrará toda una época -la del beat- para dar lugar a otra -la psicodelia-.
Resta el asunto de su influencia. Julian Cope los considera el eslabón perdido de la escena del kraut rock que surgiría un par de años más tarde. Joachim Irmler, miembro fundador de Faust, los ve por televisión en una fugaz aparición en el programa Beat Club cuando todavía es un adolescente. La reducción del rock and roll a sus mecanismos más ínfimos influirá en Can, Neu! y otras bandas de la época, que aprenderán a tocar un conjunto escaso de notas en el contexto de un beat repetitivo.
Ironías del destino, mientras el grupo creía desarrollar una tradición americana que por entonces ya estaba agotada, sentaba las bases para un sonido que dominaría el rock alemán de la primera mitad de los ´70. Su inadaptación fue su sello. Americanos en Alemania en el contexto del naciente Merseybeat. Rockeros en el ejército. GIs opuestos a la guerra. Protopunks en la alborada de la psicodelia. Su fracaso era previsible. Por fortuna, a veces, la historia decide reacomodar sus piezas y concede una segunda oportunidad. Los Monks se reunirían triunfales al promediar los ´90, una década hecha en partes iguales de inútil nostalgia e interés por el pasado.
Norberto Cambiasso
PD: Esta nota está escrita en el contexto de un libro en construcción sobre el kraut rock. Los interesados en aportar datos, ideas, opiniones, etc. pueden comunicarse a mi e-mail: norbi@hotmail.com
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